Quise ser astronauta
Así es. Nunca fui un niño original. Al igual que el resto, soñaba con ser astronauta. Recuerdo lo mucho que me atraía el blanco reflectante de los trajes espaciales, la escafandra plateada que ocultaba el rostro y reflejaba el sol, y el color ceniza de la luna. Me maravillaba la estela de humo que guiaba el despegue de la nave y la gran explosión de los motores durante la cuenta atrás. Quería experimentar la reducción de gravedad, dar grandes saltos y llegar a Plutón. O tal vez ya no me gustara lo que veía en este mundo y simplemente quería escapar de él.
Aplacado mi intrépido afán por el saber que adquirí con los años, encaucé mi curiosidad espacial hacia sus partículas elementales: decidí convertirme en un reconocido astrofísico nuclear. Leí a Einstein y Hawking, pero tampoco comprendí la ley de la palanca. Suspendí ciencias matemáticas y física en el segundo, tercer y cuarto grado de bachillerato. Mi carrera entre átomos aterrizó sobre la mesa de la academia que pagué para aprobar estas asignaturas. Me refugié en el abecedario y en sus múltiples combinaciones. Ahora escucho a Los Planetas y me siguen fascinando palabras como antimateria. Escribo para tratar de imaginar, y a veces miro al cielo y pienso que en cualquiera de esas pequeñas estrellas dormiría mejor.